
Modernos y contemporáneos
La Historia del Arte dista mucho de ser una ciencia exacta, y de ello depende en buena parte su razón de ser. Siempre me gusta escuchar a personas más inteligentes que yo decir que hay campos de la actividad humana que no progresan. A diferencia de la ciencia, donde un nuevo descubrimiento tumba a la fuerza una tesis anterior, las humanidades tratan de lo permanente que hay en el ser humano. Así, podemos leer a Platón al mismo tiempo que a Nietzsche, igual que podemos mirar una y otra vez las pinturas de la cueva de Altamira y nunca dejar de asombrarnos.

Pero toda ciencia, por laxa que sea, necesita de ciertos asideros para comenzar a hacer juicios. De este modo, en la historia del arte nos manejamos con una sucesión de periodos que, qué duda cabe, resultan demasiado rígidos en cuanto uno quiere profundizar un poco. Pero no es menos cierto que si alguien llega ciego a la historia del arte, esta periodización será su primera herramienta para empezar a discriminar lo que ve. A veces se cree que el arte, por no ser algo medible en términos empíricos, como la ciencia, da igual cómo se haga y cómo se estudie. La historia del arte es refractaria a las verdades absolutas, pero, al igual que en la historia a secas, hay que aceptar que sí hay algún que otro hecho indiscutible, como que Caravaggio influyó sobre Velázquez, y no al revés.

Si hablo de todo esto es porque creo que aún no hemos alcanzado un consenso sobre la periodización del arte de nuestro tiempo. Lo que en español es un único periodo denominado “arte contemporáneo”, en el mundo anglosajón son hasta tres. Los críticos e historiadores del arte norteamericanos e ingleses diferencian tajantemente entre: el arte producido en el siglo XIX; el de las primeras vanguardias (“Modern Art”); y el posterior a 1945 (“Contemporary Art”). Si puedo elegir, prefiero la primera periodización, que parte de la Revolución Francesa. Como le escuché a Félix de Azúa en una entrevista, la Revolución fue uno de esos escasos cortes históricos que marcan el fin de una época (la aristocrática) y el comienzo de una nueva (la burguesa). Seguimos tan inmersos en sus consecuencias inmediatas que aún no somos del todo conscientes de lo que aquello supuso. Yo considero que una historia del arte rigurosa va inevitablemente de la mano de la historia y por eso creo que 1789 es una fecha clave por motivos artísticos además de políticos y sociales. La historia del arte no sirve de mucho si la entendemos como una mera sucesión de formas plásticas; en cuanto indagamos un poco, vemos que es imposible aislar la forma del contenido, por mucho que éste a veces no sea explícito. Hay un ejemplo que ilustra perfectamente por qué hay un hilo muy fuerte que aglutina a todo el arte proucido a partir del siglo XIX: Goya.

A Goya se le sitúa siempre como gran precursor del romanticismo, el expresionismo y un largo etcétera, algo que me interesa mucho menos que algo en apariencia más trivial: si a mí me fascina Goya no es por ser un visionario, sino porque es un personaje con el que uno siente que podría mantener perfectamente una conversación. Hay ejemplos anteriores, como Hogarth, en los que podemos ver reflejadas unas actitudes liberales que son las nuestras, pero Goya las saca del terreno de la sátira o el comentario político y las convierte en declaraciones monumentales, en definitiva, en arte con mayúsculas. Su visión es la nuestra. Por eso somos capaces de apreciar sus Desastres sin que nadie nos los explique. Y por eso las supuestas relecturas contemporáneas de su obra, como las de los hermanos Chapman, sólo empequeñecen a sus creadores y engrandecen todavía más a Goya.

La Pinacothèque de París ha organizado una muestra titulada Goya y la modernidad, que puedes visitar hasta el 16 de marzo. Eso y repasar su obras maestras quizá nos sirva a todos para ver por qué Goya y tantos otros artistas decimonónicos son nuestros más estrictos contemporáneos.
Rubén Cervantes Garrido.


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